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RÉQUIEM POR LOS TOROS DE LIDIA.

Ya no mugen los becerros en el campo. La vacada vieja se despeña por las laderas del recuerdo. Los sementales se han muerto de viejos,  mientras los cóndores pinchan  sus negros cadáveres. La bocina también ha enmudecido y los chagras han colgado sus vetas de las cabezas embalsamadas de los toros astifinos. La luna llora por su “torito enamorado” que ya no sale a mirar sus senos preñados de ilusiones en los charcos del páramo, donde cantan los sapos elegías en la noche. Los toros han dejado los corrales solitarios y nadie clava los postes caídos de tristeza; la tranquera del embudo ha quedado cerrada y el viento se esconde tras sus maderos viejos, esperando el grito alborotado para abrir la puerta al toro veleto. Las piedras negras del pedregal eterno añoran los cuernos de los toros bravos que afilaban sus astas como cuchillos de plata. Negras siluetas que el sol al atardecer pintaba, sobre las lomas mecidas del pajonal umbrío, han quedado hilvanadas en la retina del tiempo y en la memoria pródiga del arriero viejo; el de poncho colorado y zamarros de chivo. Los perros no sacan los cimarrones de las rinconadas cerradas con zuros y puma maquis; los rodeantes se han ido a la ciudad de las luces, apagando el candil de la choza que olía a humo,  a tostado y  a paja mojada. El caballo paramero ya no relincha en la madrugada. Ya no  se ensillaapretado para templar la huasca y sentarse ladera abajo tirado por la furia de algún toro cerril. Los caballos ya no sudan trepando las lomas espoleados y al galope siguiendo la manada de barrosos y zainos, jaboneros y berrendos que lucían brillantes al sol del medio día. Los toros bravos se fueron con  la niebla que sube del monte; entre sombras y entre brumas sus siluetas se han desdibujado de la paleta taurina. La plaza se duerme en una siesta angustiada de pesadillas negras. El sol se ha fugado del palco encumbrado donde radiante miraba la faena embrujada de valor y de arte.   El capote y la montera duermen sueños de tardes de sol y de vino; tardes toreras de luces y de palmas; tardes donde la multitud tronaba en aplausos al  toro bravo arrastrado por dos mulas bayas, alegres y enjaezadas.  Los clarines que anunciaron el paseíllo tocan  fúnebres  sones en el silencio de la plaza asolada. Ya no bailan los caballos toreros al compás del pasodoble, ni caen los claveles en el albero cuando la afición desbordaba su delirio en pétalos de seda. La muleta templada en la mano del Maestro. Muleta que besaba la arena suavemente, muleta ortodoxa que marcaba los tiempos, muleta desmayada en el natural sublime ahora duerme olvidada en el viejo baúl cargado de recuerdos. Se han ido los toros y  ha desaparecido la raza más brava y bizarra del campo serrano. El pajonal y la pampa, la loma y el valle, la vertiente pura y el arroyo limpio, lloran el delito del tirano infame que burdo asesta la puñalada aleve.

Diciembre del 2012,

Leonardo Serrano M.

 

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